
SALTO LITERARIO. La cuarentena nos obligó a quedarnos en casa. Y el tiempo nos permite acordarnos de cosas que a veces teníamos olvidadas o estaban ahí, esperando el mínimo recuerdo para salir a flote y engrandecer nuestro corazón. Conocé la historia de Abelardo, el hombre que tenía un corazón enorme y las llaves de la felicidad de varias generaciones.
Hubo una época, no muy lejos, en donde no había play, netflix o computadoras. La programación de la tele empezaba recién a las seis de la tarde. Todo pasaba por jugar unos picaditos en la calle, o a los penales en un arco improvisado entre dos árboles. Algunos marcaban una cancha con un poco de cal y si era invierno con las cenizas de las estufas. En mi caso, también, era pasar la siesta tirando a un aro de básquet hecho con un canasto de una damajuana. Todo era válido para que las horas se pasaran rápido hasta que abrían las puertas del «Polideportivo».
El encargado de abrir nuestro «parque de diversiones» era el Abelardo. Quizás esto que escribo es personal, pero no creo que alguien no haya tenido en su club a un Abelardo. Es al que le pedís la pelota para hacer unos tiros; es al que apuras o ayudás a pasar el lampazo para poder empezar a jugar lo más antes posible.
Pero este Abelardo, del que les hablo, no estaba solo para eso. Él nos vio crecer, en algunos casos deportivamente, pero en la mayoría nos vio crecer en la vida. Quizás, el paso a nuestro lado más tiempo que nuestros padres, y como no lo iba a hacer, si vivíamos adentro del club. Llegábamos cuando daba la primer vuelta de llave para abrir el portón y nos íbamos cuando tu viejo te venía buscar preocupado, porque le habías dicho: «Voy un ratito a tirar al poli de Junín y vuelvo».

El Abelardo Navarro, el «Viejita». El que vio pasar por el Poli de Junín a cientos de chicos, esos que hoy son doctores, albañiles, empleados, profesores, periodistas, lo que se te ocurra, hasta vicegobernador.
Abelardo, él que sabía lo que nos pasaba siempre. Fue amigo. Padre. Confesor. Consejero. ¡Hasta profe!. Siempre estaba pendiente de todo, hasta el punto de llevar varios pares de medias para prestarle a los que se las olvidaban, sabiendo que no iban a poder practicar. Antes de entrenar nos dejaba jugar un rato al fútbol y se prendía en el partido, entraba con los guantes rojos de Amadeo Carrizo y siempre pegándole de puntín.
Hace un tiempo me lo encontré y nos dimos un fuerte abrazo, en ese momento se podía. Ahí nomas me tiró la frase de siempre: «Acá estoy, parejito». Después, por lo bajo me dijo: «Si habré pasado horas con ustedes, si habremos jugado americanas y veintiuno». Y con una sonrisa pícara me recordó: «Si les habré ganado gaseosas con los tiros libres». Si hasta el Alfred Collins fue víctima de su puntería.
Este Abelardo, que con sus 82 pirulos (aunque no los aparente), no ganó ningún campeonato. No fue goleador, ni MVP de ningún partido. Pero, tiene el trofeo más grande que puede tener una persona. Y que vale más que un millón de redes cortadas. Todos los que pasamos por el club, siempre lo recordamos no solo por su honestidad y esfuerzo, sino por el por el cariño que nos dio.

Con la mano en el corazón, a todos los niños de los clubes de Mendoza o de algún rincón del país, deseo que tengan un Abelardo como este. No sólo en su paso por un club, sino también en su vida.
Y como dijo el gran Fito, en la canción «Brillante sobre el Mic»: «Hay recuerdos que no voy a borrar, personas que no voy a olvidar…»